domingo, 7 de octubre de 2007

RELATO BREVE: UN INOCENTE MILAGRO


Un abuelo espléndido, como espléndido el cariño que le devolvía envuelto en inocencia su querido nieto. La enseñanza religiosa, firme dictamen de su vida, debería llegar a ser la principal herencia. Un legado de valores que más tarde darían cuenta anónima y furtiva de la fe que se torna incalculable, imprecisa… a la que nos ceñimos por cánticos sagrados o sermones de iglesia. Rindió cuenta entonces el supremo y ofreció lo que tanto se rogó y durante tanto tiempo. Pero la inocencia es una hiena que habita insondable hasta en las mentes de quienes más han corrompido su vida… la inocencia que a veces es amarga y que puede llegar a ser peor que una dosis de avaricia.
La oración aprendida, el rezo cotidiano no faltaban nunca en su rutina. El viejo en su jardín, el nieto mira y los vientos que poco a poco soplan con sus imperceptibles brazos erosionan los días.
El café en la mesa, las piyamas tendidas… el suero, fermento de esa leche que le enseñó a tomar en sus comidas constituían el régimen suntuoso del folklórico vaivén que ellos vivían.
Pero un abuelo enfermo… ¡sumido en la desdicha de esta injusta vida!... la muerte recorre matorrales y rincones, no hay quien se esconda ante su ira… un anciano cuyo nieto predilecto carga a cuestas en su afán desesperado por reemplazar aquel padre que para él no existía… lamentable suceso. La pérdida nefasta y sorpresiva que sufre aquel pequeño, tras su juego de las más cándidas metras o de un bailarín del infinito trompo, qué se yo, toca bastarda la puerta el desenfrenado alud de muerte sin aviso ni agonía.
El niño consternado derrocha un llanto que es ahorro de tantas horas que con él compartía. El paseo por la plaza, las luces señoriales que hermosas en un tiempo las veía, eras focos de tristeza, quebrantos pantanales que hoy le sometían.
Ah! Pero el rezo, aquella enseñanza religiosa cuyo intento reiterado puede ofrecer las más inexplicables soluciones… el milagro como llaman algunos esos trances curiosos donde la realidad se vuelve austera y concede adalid los permisos para que pueda suceder lo que nunca se espera… reza niño religioso, reza pequeño en tu pieza que se cumple lo que pides si con fe así lo hicieras
…y el pequeño sollozaba, sin dejar espacios ni detener el rezo y tamizando la cólera de ese funesto episodio clamó como un servil hijo desamparado de los cielos la ayuda de un Dios que finalmente fue bueno.
El milagro, petición formulada por el crío en su tórrida angustia cada vez más esbelta, durante madrugadas, noches, días y más días se acercaba a esa idea peregrina pero a la vez tan certera que el anciano pudiera estar de vuelta.
Eso pasó… insólito parágrafo de aquella historia absurda en la provincia quieta, como así lo hiciera infame el atorrante cuervo de Poe sobre el dintel de su puerta. El viejo revivió y así lo evidenció aquel trazo de luz que recorrió el camposanto tras un rezo que duró una noche entera… lúgubre visión, maldita apuesta. El abuelo vivió, aunque decirlo aún me cuesta, y de eso los bribones buhos del cementerio desolado dieron cuenta.
Estúpida merced de nosotros los vivos… que pensamos que el milagro es solo cosa de dioses y profetas… que no alcanzamos a pensar por un minuto tanta ayuda necesaria para que existan nacimientos, para que el mundo sus giros regulares los mantenga, para que el milagro surja, para que el pragmático cálculo que a los deseos apertrecha logre arrojar resultados de los que por plan se esperan.
Entero el pueblo y entero el brillo de un astro que somete con su fuerza luminaria, se ejecutó, en medio de la más petarda escena lo que sería para entonces la primera exhumación de aquel paraje.
Pistolas oxidadas, instrumentos del gendarme carcomidos decoraban el entorno de una fosa hermética, cubierta por el polvo que danzaba a diario por todo aquel camposanto.
El sacristán del pueblo, suma de chozas perfectamente arrinconadas de algún lugar de la provincia, cercenaba las lágrimas de todo aquel que se acercaba vociferando límpidos pasajes de una bíblia roída, embalsamada por un llanto de sudores provocados por el sol y las túnicas barrocas que el presbítero vestía.
Aquel abuelo murió un día… y fue precisamente el rezo de ese nieto lo que le devolvió la vida. Los rastros del rasguño vital daban su impronta a cada rincón de esa tumba resentida, testigo silente del amor de un nieto que clamó por su regreso y testigo también de esa inocencia forajida que le dejó morir de nuevo enterrado y sin salida.


CARLOS GIMENEZ
Periodista

1 comentario:

CAROLA dijo...

Carajo, me mataste con eso. Creoque entre algunos de mis viejos papeles hay una versión de lo que escribiste aquí. Pero está realmente intenso. Bueno, quise decir. Muy bueno. Qué pasó?